Entre bastidores

Quiéreme cuando menos lo merezca, porque será cuando más lo necesite.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde — Robert Louis Stevenson

Tengo un primo al que considero casi un hermano porque me crié con él de pequeño. Aunque vive lejos, es al que siento más cerca. Hace años se dedicaba a realizar espectáculos de transformismo. Era autónomo, y él mismo se fabricaba los trajes, pensaba el maquillaje, ideaba los números, hacía la cartelería, se promocionaba en redes sociales, etc. En definitiva, creó su propio show y las empresas lo contrataban porque a los clientes les gustaba. Me parece un ejemplo de persona que se hace a sí misma y que es capaz de vivir haciendo lo que le gusta. La edad empezó a pasarle factura y ahora se gana la vida como monitor de yoga.

Cuando iba a visitarle unos días, me gustaba mucho acompañarlo mientras trabajaba. Era muy inspirador, después de verlo ensayar y crear en casa, verlo poniendo en práctica todo aquello. Me gustaba fijarme en los asistentes, sus caras de felicidad, sus risas, su asombro. Durante una hora, era capaz de cambiarse decenas de veces de traje e interpretar distintos personajes. Pero lo que más me gustaba era estar entre bastidores echando una mano, preparando el traje y la peluca que iba a necesitar a continuación. Ahí detrás era donde estaba la verdadera esencia del show, donde se veía la cara B de todo aquel espectáculo de risas y bailes. Porque mi primo es un ser humano con sus días buenos y sus días malos, sus resfriados y sus fiebres, sus enfados con su compañero, etc. Cosas que pasaban totalmente inadvertidas para los que estaban sentados cómodamente presenciando el espectáculo con su copa y su refrigerio. Ahí entendí lo que significaba ser un profesional.

A las personas nos sucede un poco lo mismo. Los demás perciben de nosotros solo el resultado del show, no lo que sucede entre los bastidores de nuestra cabeza. Se le llama comportarse. Algunos exageran y sacan al escenario todo tipo de trajes de lentejuelas, pelucas y maquillaje para aparentar. Tenemos nuestros problemas, nuestras vivencias, nuestros miedos metidos en maletas desparramadas por nuestro cerebro y nos dedicamos a revolverlas cuando podemos y queremos, pero no las sacamos al escenario. Con nuestros allegados podemos hacerlo, seleccionamos alguna de estas cosas y la mostramos brevemente con luz tenue. Es difícil que realmente dejemos que alguien pase alegremente entre nuestros bastidores y fisgonee sin control. A eso lo llamamos exponerse.

Me considero, por lo general, una persona alegre, de talante cordial y educado. Obviamente, esta es la función habitual, porque entre mis bastidores hay absolutamente de todo. Supongo que como todo el mundo, aunque creo que soy especialmente poliédrico. También soy especialmente selectivo con las facetas que muestro y oculto, con las que potencio y las que limo en función de la situación y las personas que me rodean. No me supone un problema porque todas esas facetas me representan y mi esencia reside un poco en cada una de ellas. Hay algunas que me gustan más y otras que me gustan tirando a poco. Algunas me sorprenden a mí mismo y otras, me inquietan.

Me sucede a menudo que algunas personas se sorprenden al descubrir nuevas facetas, ya que se habían hecho a la idea de que yo era más plano al tratar siempre con la misma. Gente que se sorprende al descubrir mi sensibilidad, mi furia, mi soeza o mi vulnerabilidad, por ejemplo, ya que tenían una imagen de mí en la que alguna de esas facetas no estaba presente. Es un clásico la sorpresa de los compañeros de trabajo al empezar a tratarme fuera de él o la de las personas que me ven enfadado por primera vez. A mí, por supuesto, no me sorprende porque conozco mis facetas con lo bueno y con lo malo de cada una de ellas. De todas excepto de una. Una de las más útiles, pero de las que más me aterran. Sí, se puede sentir miedo de uno mismo cuando descubre o experimenta una de las caras ocultas del poliedro de su personalidad.

Esta faceta es la frialdad.

Normalmente soy una persona cálida, apasionada y sensible. No diré cariñosa porque esa faceta no la llevo siempre en ristre, ni con quienes quiero de veras, aunque la tengo y muy desarrollada cuando me siento relajado y en confianza. La mayoría de personas que me tratan me describirán como alguien cercano, atento, agradable, simpático o vaya usted a saber qué adjetivos usarán. No obstante, hay quienes han conocido mi frialdad absoluta, especialmente aquellos que me han herido en lo más hondo del corazón. Es entonces cuando sufro la transformación que me asusta y me protege al mismo tiempo. Mi faceta fría es como mi ángel de la guarda, solo que en lugar de un bebé con alas es como el muro de hielo que separa Invernalia del Norte.

Cuando siento ese dolor intenso, automáticamente mi cerebro toma las riendas y encierra a mi corazón tras una coraza espinada de hielo seco. Mis emociones y sentimientos quedan anulados por completo y la lógica pasa a ser lo único que motiva mis acciones. Diríase un robot. Me convierto en una máquina de velar por mis intereses sin mostrar piedad ni compasión. Esto no significa que haga el mal, sino que, simplemente, actúo con base en razonamientos lógicos para solucionar mis problemas. Creo que no tengo mal fondo y buscar hacer mal a otra persona implica emocionalidad. Esta faceta es todo lo contrario, es una faceta cuya única utilidad es salvaguardar mi integridad psíquica y moral. Los efectos colaterales que puedan sufrir las personas que me hirieron no entran en balanza alguna cuando decido qué hacer o qué decir mientras ella gobierna.

Esta faceta me reconforta y me aterroriza a partes iguales. Me reconforta porque sé que cuento con ella cuando las cosas se ponen feas para no sufrir más de lo necesario y, sobre todo, para tomar decisiones acertadas cuando mi juicio podría verse nublado por el sufrimiento. Me aterroriza porque es demasiado práctica y beneficiosa, pero me deshumaniza. Es el Gollum de mis facetas. Cuando la retiro y vuelvo a mi ser habitual, me horroriza pensar que he sido capaz de hacer o decir sin pestañear algunas cosas que me producen dolor y que me toca trabajar para sanar después. Es como la adrenalina cuando nos sentimos amenazados, que puede hacer que ni nos demos cuenta de que nos hemos hecho un tajo enorme en el gemelo durante una carrera hasta que nos encontramos a salvo y, entonces, sentimos el dolor y nos preguntamos cómo hemos llegado hasta ahí con semejante herida.

Cuando mi primo terminaba el show, se desmaquillaba y se vestía de hombre al son de My Way, momento en que la gente aplaudía y yo me emocionaba de verle tan insignificante sin sus pelucas ni sus vestidos extravagantes. Solo era él mismo. Entonces recogíamos, empacábamos y nos íbamos a llenar el estómago. Por suerte, la función que ha requerido de mi faceta ha finalizado, ya me he quitado el maquillaje y el vestido, y ahora descanso. Siento paz y el deseo de poder mantener esa cara de mi poliédrica personalidad oculta durante mucho tiempo. Damas y caballeros: gracias por su compañía y que tengan ustedes una bonita velada.

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Una respuesta a Entre bastidores

  1. es.pinedo dijo:

    En la escena final de El pueblo de los malditos, el protagonista piensa en un muro… Me ha recordado a eso, lo de la frialdad 🙂

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